martes, 10 de abril de 2012

3

Soren no era capaz de quitarse de la cabeza la nota de aquella servilleta anónima. Habían pasado un par de días desde lo sucedido, el artículo había sido editado y publicado en la revista, y había recibido numerosos halagos de todo aquel que le conocía. Mas no podía evitar pensar que nada de aquello habría sucedido si no se hubiese encontrado el manuscrito perfectamente doblado bajo el plato que contenía la taza de café.  ¿Quién diablos había tenido el tiempo, las ganas, la inventiva y sobre todo la temeridad de haberla dejado allí? ¿Habría sido un accidente, el autor tenía el propósito de llevársela y se la acabó olvidando? ¿O no era simple casualidad que en aquel bar concretamente, en una mesa alineada frente a su silla, la hubiese dejado? Si bien Soren no era un gran creyente de la quiromancia, la numerología ni ninguna de esas disciplinas absurdas, la grafología era para él lo suficientemente fiable como para que procurase saber algo del escritor solo con ver su escrito. Mas había una serie de inconvenientes. La tinta había sido absorbida y ramificada por la servilleta, por lo que la letra resultaba un tanto borrosa. Además de que Soren no sabía tanto de grafología como para hacer un análisis exhaustivo, en el cual le revelase el carácter, los sentimientos y mismo el sexo, edad y altura del individuo anónimo propietario de la caligrafía. Y allí estaba, con la notita de marras a un lado de la mesa del escritorio, y del otro lado la revista Semana, en la que inauguraban una nueva sesión con el periodista danés Soren Schmeichel.

Periodista. Odiaba que le llamasen así. Si bien sí, él había cursado periodismo y había trabajado para numerosos periódicos y publicaciones en toda su vida, era ante todo un escritor. Mas en cuanto pensaba en ello, su rostro se tornaba más y más serio. Había hechos que avalaban que era un periodista, pero ninguno que era un escritor. Se supone que un escritor es aquel que ha escrito un libro, o eso dicen, eso consideran, mas él nunca en su vida había logrado publicar. ¿El por qué? Nunca acababa ninguno de sus proyectos. Comenzaba uno con toda la ilusión del mundo, pero era una persona inconstante, y sin presiones de plazo para poder labrar el libro, su obra siempre quedaba incompleta. Carlos siempre le decía que había sido un idiota al desaprovechar el camino que Stieg Larsson le había labrado a toda una generación de escritores nórdicos, produciendo así un boom de novelas de misterio. Aunque a Soren no le iba ese tercio, él prefería narrar la vida de alguien normal. ¿Para qué buscar un héroe detective cuando mirando a tu alrededor estás rodeado de ellos? Mas esa era la visión de un soñador con los pies demasiado anclados en la tierra.

En ese momento, un estentóreo sonido grave y chirriante inundó la estancia, haciendo que los sentidos de Soren se tornasen alerta. Quizás le hicieron falta un par de segundos, un par de minimísimas facciones de tiempo suspendidas en el ambiente para darse cuenta de que no había sido otra cosa que el timbre de su casa. Estupendo, pensó para sus adentros en tanto que apoyaba las manos en la mesa, haciendo fuerza para levantarse y desplazar la silla hacia atrás en un estentóreo quejido. ¿Quién será ahora? ¿Vendedores de puerta en puerta, trabajadores de una ONG, testigos de Jehová? Tampoco es que Soren tuviese nada en contra de ellos, sino que siempre aparecían en el momento menos oportuno. Antes de abrir la puerta tomó aire. Notó cómo entraba en sus pulmones. Seguía vivo.

Su mirada se detuvo ante la puerta abierta en una expresión interrogante, sosteniendo el cigarrillo que había encendido tras tantos y tantos que habían navegado por sus labios aquella mañana entre los dedos índice y corazón de la mano izquierda. Permaneció de pie anteponiendo una pierna a la otra, observando de arriba abajo a la persona que se atrevió a turbar su quietud, o quizás aquella con el suficiente tino como para desvincularlo de sus pensamientos. Algo dentro de él se calmó por completo, y otra parte semejaba hacerle un nudo en el cayado de la aorta.

-Oh, Soren. ¿Te pillo en mal momento?

Era la vecina de enfrente, la del tercero B, que se mostraba ante él ligeramente encorvada hacia delante. Parecía un lacayo pidiéndole piedad a gritos a su amo, ¿qué demonios querría? ¿Un poco de sal, pimienta, quizás aceite, un alargador para el enchufe, una manta de su propia cama, que su novio le arreglase una cañería, que él fuese a mirar por qué la televisión no cambiaba de canal? El suspiro que escapó de sus labios no dejaba la menor duda sobre su hastío, mas ella, en un acto de buena fe, ni siquiera semejó escucharlo.

-No, no, ¿ha pasado algo?-le cuestionó. Ante todo, darle la palabra a ella para que pudiese explicarse.

-Bueno, en primer lugar  quería felicitarte. ¡Me encanta el relato que hiciste en la revista Semana! No sabía que trabajabas en ella, de verdad, fue toda una sorpresa. Me sentí orgullosísima al ver ahí tu nombre, y la forma en la que escribes… es que me dije, de veras, “tengo que decírselo a Soren”.

Desde luego, la señora se sabía las artes del engaño. Primero, un elogio, y cuando la víctima, aterida, bajase la guardia…

-Y en segundo lugar, quería proponerte algo. Verás, me han propuesto apuntarme a unas clases de labores los martes y jueves. Prometen estar muy bien, de hecho van algunas amigas mías de toda la vida, y son gratis aquí en los Mayos.-hizo un gesto con la mano, como para indicar que esa zona estaba cerca de su residencia, aunque estaba a media hora andando, como mínimo.-Y bueno, el caso es que no tengo con quién dejar a mi madre porque la chica que la cuida por las mañanas tiene las tardes ocupadas. Y ya que tú estás libre… y a veces te cuido también de la nena…-sin siquiera darle tiempo a Soren para que se negase, o al menos para poder pensárselo o preguntarle algo, ella se apresuró en comunicarle.- ¡Te pagaré! ¡Por supuesto que lo haré, y de hecho, te daré treinta euros al día! ¿Qué me dices?

¿Treinta euros al día? Eso son noventa euros a la semana. ¿Por qué querría pagarle tanto dinero por tener que cuidar unas horas, dos días a la semana, de una mujer mayor? ¿Cuál era la letra pequeña? Igualmente, Soren no podía negarse. No solo por la desesperación con la que la mujer se lo pedía, sino porque… para qué engañarse, nunca sobra el dinero en una familia con un hijo.

-De acuerdo, acepto el trato. ¿Podría llevar a Lili? No puedo dejarla sola tampoco…

-¡Oh, por supuesto, por supuesto!-su entusiasmo era patente. Se había quitado un enorme peso de encima.-Pero tienes que tener cuidado con mi madre. Ya sabes, está pachuchita.

Hasta donde Soren podía saber, su madre, una señora de unos 76 años, estaba en una silla de ruedas permanentemente, y necesitaba soporte respiratorio. Desde luego, necesitaba unos cuidados especiales, eso era cierto. Aunque Soren era la persona idónea para brindárselos. A pesar de que sabía de medicina todo lo que le contaba Alex, que eran cosas muy básicas todo sea dicho, y algunas que había leído, él era una persona extremadamente empática. Era capaz de sentir el dolor de una persona solo con verlo en su gesto. Las punzadas que comenzaba a sentir justo en medio del tabique del corazón en cuanto se ponía a ver el telediario eran motivo de sobra para que Alex apagase la tele rauda y velozmente, aunque no era nada patológico; de hecho a él le parecían beneficiosas de algún modo. Además, su enfermedad le había obligado a ser una persona cuidadosa, tanto en su forma de hablar y de expresarse, como de hacer las cosas y de tratar con la gente, así que no le haría daño en el caso de tener que interactuar con ella. En ese aspecto, había hecho una inmejorable elección.

-Por eso no se preocupe, la trataré como si fuese mi propia madre, téngalo por seguro.

-¡Ay, eres un sol, Soren! Entonces mañana ya le digo que vas a cuidarla, ¿vale?

¿Mañana? Soren no se esperaba que el trabajo fuese a tener una realización tan inmediata, aunque pronto volvió a pensar en la recompensa. 30 euros. 30 euros por, sencillamente, tener que cuidar de una mujer una tarde.

-De acuerdo, cuenta conmigo.


Cada una de las cosas que figuraban en la lista de la compra ya se habían liquidado, y de qué manera. Huevos, hecho. Pan de molde, hecho. Zumo de manzana, hecho. Un pack de cervezas, hecho. Patatas, hecho. Una cajetilla de tabaco que estaba siendo recién estrenada, y tanto que estaba hecho. Todo aquel que quisiese encontrar a Soren lo tendría fácil. Solo tenía que seguir la feble estela de tabaco que dejaba tras de sí. Ondeaba en el aire creando figuras borrosas que se desvanecían con la primera brisa que las llegaba a rozar. Debería dejar de fumar, se repetía. Cada vez más comenzaba a notar que, al más mínimo esfuerzo, sus pulmones no eran capaces de albergar el aire suficiente, y comenzaba a jadear pesadamente en un principio de taquipnea. Quién sabe si, en el caso de que le hiciesen unas placas en el tórax pudiesen descubrir un manto de negro enfisema arañando sus pulmones. O quizás un cáncer. ¿Podría ser? No, no, no, eso no, no, no creo. Se repetía a sí mismo, en tanto que aceleraba el paso, aspirando el humo como si fuese el único aire potable que existiese para él. Es una gran desventaja de ser escritor. Piensas demasiado, imaginas demasiado, por lo que te angustias demasiado. Se apartó el cabello, colocándolo tras la oreja. Comenzó a sentir en una vena que actuaba de puente sobre el arco del oído unos latidos muy febles, como si no quisiesen despertar al dragón que podía dormir en su interior. Debería dejar de pensar, se dijo entonces, es más nocivo aún para la salud.

Apagó el pitillo en cuanto llegó a la puerta de su piso. Si alguna de sus chismosas vecinas llegan a verlo fumando dentro del edificio, al menos, en el rellano, le llamarían de todo, y desgraciadamente contaban con un insulto que utilizaban demasiado comúnmente contra su novio y contra él. Comenzó a subir escaleras. El ascensor hacía un par de días que estaba averiado. La última persona que se montó en él, una anciana, se quedó atrapada al menos una hora; nadie del edificio se había repuesto aún del susto. Un peldaño, tras otro, tras otro, tras otro. Y más, más, más, más. Primer piso. Es más difícil de lo que parece, hay demasiadas malditas escaleras. Y un peldaño, tras otro, tras otro, tras otro. Y más, más, más…es agotador…más. Se detuvo entonces en el segundo piso. Si seguía subiendo escaños le saldrían los pulmones por la boca. Notaba cómo se le estrechaban los bronquios, se taponaban por el alquitrán, y no había manera de distenderlos, ni con toda la fuerza, el trabajo, ni la presión negativa con la que contaba su cuerpo. Dejó caer la bolsa en el suelo. Los huevos iban por arriba, sólo se escuchó la sorda caída del pan de molde sobre el suelo, como una pluma. Metió entonces una de sus manos por dentro de su camisa roja, esquivando el cuello de la misma, y la apoyó sobre su pecho. Estaba ardiendo. Fluían por él gotas de sudor arrasando con su piel. Al menos, la mano dejó pasar una corriente de aire frío que las congeló. Cerró los ojos, entreabrió los labios. Respiró, respiró, siguió respirando. Dios, qué manera de palpitarle el corazón. Y solo había subido dos malditos pisos. Mas en aquel momento no le importó ni el tabaco, ni las placas, ni el enfisema. Simplemente permaneció inmóvil, notando sus latidos. Bum, bum, bum, bum.

Ese ritmo no es mío… Entreabrió los ojos. Su labio se arrugó y orientó su torsión hacia la derecha, en tanto que el ceño se frunció en consonancia. . Efectivamente, podía mismo notar las vibraciones de un ritmo ajeno en el ambiente cosquillearle en las yemas de los dedos. Sus ojos comenzaron a pasearse por la estancia, buscando su lugar de procedencia. Segundo A…no. Segundo B…no. Segundo C…Tampoco. ¿Segundo D? Efectivamente, la puerta del piso estaba entreabierta, y el sonido se escapaba como sangre que huye de una herida. ¿Quién habría sido tan descuidado? Cogió de nuevo la bolsa de la compra como quien blande una espada en defensa propia y se aproximó lentamente a la puerta del segundo D. Y poco a poco se fue adentrando en la estancia. 




Efectiva e inequívocamente: la música procedía de allí. Tenía un ritmo perfectamente palpable, repetitivo, constante. Inevitablemente se introducía por los poros de la piel como el reflujo del sudor, y recorría cada nervio hasta hacerlo estremecerse. En tanto que iba avanzando lentamente por el pasillo se percataba de cuál era el lugar exacto de procedencia de la melodía. Ladeó levemente la cabeza. ¿Pintalabios junto al espejo de la entrada? Sin duda en aquella casa vivía alguna mujer. La alfombra que recubría el largo recibidor parecía amordazar el sonido de sus pisadas, y sin embargo agrandar por refracción el pulso de la música. De repente, Soren se vio obligado a detenerse en seco. Había llegado a su destino. 




Si hubiese que tomar el ritmo de aquella música y buscar su realización perfecta se toparían cara a cara con ella. Jugaba con él como se le antojaba, entraba en una consonancia tan espectacular como un tango entre dos imágenes especulares. Sus articulaciones se tensaban con movimientos bruscos, con los puños cerrados para no dejar escapar ni la más mínima pulsación. Su cintura ceñida golpeaba el aire con aspavientos más propios de una serpiente habilidosa que de un ser humano. Con cada mínimo gesto cuidaba el detalle de plasmar toda la ira contenida que llevaba dentro, la frustración, el nerviosismo. En un pulso continuo, pa, pa, pa. Un giro de cuerpo, dejando su ingrávida esencia, y un evanescente olor a sudor femenino, y pa, movimiento de cuello, todo su cabello negro caía sobre uno de sus hombros desnudos como una cascada. Y de nuevo pa, su cabeza volvía a la posición anatómica, su pecho se convulsionaba agitado. De repente, hacia atrás, aguantando su cuerpo con una sola mano y ambos pies, a ras del suelo, retornaba de nuevo en posición, palmeaba una vez juntando las manos, y sus hombros secamente se volvían hacia delante, al menos un par de veces, como si su corazón quisiera escapársele. Soren contemplaba el espectáculo apoyado en el marco de la puerta. Aquella chiquilla semejaba haber nacido para bailar aquella canción en aquel preciso momento, bajo la atenta mirada de sus ojos, desde luego, era impresionante su grandísimo dominio. 



Mas de repente, se detuvo en seco, con el rostro orientado hacia la puerta. Sus ojos azules se clavaban en el joven danés, embebiéndolo, mismo haciéndole sentir una fuerte empatía con el primer vistazo. Era una mujer bellísima, bajo aquella ropa floja y desgastada, debía tener el cuerpecito de una muñeca de porcelana. Solamente se observaba en su rostro una tara, que de algún modo la hacía aún más hermosa; el campo de visión de uno de sus ojos se encontraba un tanto desviado, en una clara manifestación de estrabismo. 




-¿Quién anda ahí?-cuestionó, haciéndose escuchar por encima de la música, con una voz aunque grácil, fuerte y tajante. Avanzó hacia Soren con decisión, como si fuese a arrearle en cuanto estuviese lo suficientemente cerca.- ¿Quién demonios eres?



-Eh, tranquila, tranquila… Solamente soy un vecino, venía por las escaleras y he escuchado la música. No pude evitar entrar al ver la puerta entreabierta, no quería hacer nada raro.-se excusó él, alzando ambas palmas de las manos para detenerla, en son de paz. 



-¿Ah, sí? ¿Acaso no tienes una excusa mejor?



-Oh, vamos, si quisiera ponerte una excusa sería un poco más creativo, ¿no crees? Podría haberte dicho, por ejemplo, que estaba en casa con mi hija y que esa música tan alta no la dejaba dormir la siesta, y estoy seguro de que así me creerías. ¿Hm?



La joven morena se detuvo, con ambos puños contraídos, frunciendo los labios. Sí, aquel desconocido tenía toda la razón, su explicación sería una excusa demasiado pobre, podría haber recurrido a una historia más creíble, desde luego. Además, le había advertido de que se había dejado la puerta abierta; al menos mejor enterarse así que por su hermana. Sin abandonar la actitud recelosa, algo le decía que podía confiar en él. Suspiró profundamente, en tanto que se dirigía a la entrada para poder cerrar la puerta que había desencadenado todo el embrollo, mas poco tardó en volver a colocarse frente a él, con ambas manos sobre las caderas, en espera de una presentación, de una explicación, de una disculpa. 



-No sé si me conoces de alguna reunión de vecinos, me llamo Soren Schmeichel, aunque me suelen conocer como “el maricón del tercero”. 



Los labios de la chica se arquearon, mostrando entonces sus dientes en un principio de risita, bastante sincera por lo que podía apreciarse. No parecía mal tipo, semejaba un hombre abierto, sin demasiados complejos, directo en sus ideas, mas dando rodeos encantadores con sus palabras. 



-Yo me llamo Mar. Aunque no soy yo la que va a reuniones de vecinos, es mi hermana.


-Así que Mar, dices…La verdad es que me suena haber oído hablar de ti.-respondió Soren, apoyando una de sus manos en la barbilla. Probablemente…sí, en alguna reunión de vecinos la habrían mencionado; de ser así seguramente que sería quejándose de su música increíblemente alta. O puede que, escuchando inconscientemente a las vecinas hablando en el descansillo del portal como hacen siempre, hubiese escuchado ese nombre aunque su cerebro no procesase el resto de la conversación.-En todo caso, no sé si te he dicho que bailas muy bien, ¿has ido a clases, te han enseñado o…eres autodidacta?

El peso del cuerpo esbelto de Mar recayó sobre una de sus piernas, colocando ambas manos sobre la cadera. Algo le dice que, aunque se lo hubiese dicho previamente, no le habría escuchado.

-Ninguna de las tres cosas. La vida me ha enseñado, bailo lo que siento. Puede que no lo haga como estas tías de los videoclips de hip hop, pero es lo que me gusta hacer.

-Esas tías hacen lo que les manda un director, pierden expresividad al bailar. Tú te muestras libre, segura, desenvuelta. Quizás no son unos pasos milimétricamente calculados como los suyos, pero tienen fuerza, tienen pasión, y lo transmites cojonudamente.

No estaba acostumbrada a recibir buenas críticas, mas su explicación la había asombrado. Nadie antes había cuidado en observar cada detalle de su actuación para poder contrastar, defender, y rebatir como él lo había hecho. Aunque se había colocado a la defensiva antes de que Soren pudiese explicarse, él la había dejado sin palabras, y se había apuntado un jaque mate. Por alguna razón, Mar no quiso seguir escuchando más halagos. El peso de su cuerpo recayó sobre la otra pierna, y su conversación recaló en otra vertiente.

-Nadie diría que has venido por casualidad.

-La casualidad rige mi vida, nena.-y tras haber dicho esto, le guiñó un ojo. Soren era como un esgrimista capaz de empuñar el florete en el tiempo de una respiración y dar la estocada con una precisión brutal.-Y dime, ¿qué es lo que te ha enseñado a ti la vida?-de nuevo, las preguntas profundas y poco discretas, “extrañas” como Alex las denominaba, de Soren volvieron a aflorar.

En ese momento, la respiración de Mar se detuvo. Su mirada se perdía en algún punto de la habitación, aunque realmente estaba mirándole profundamente a los ojos. ¿Cómo se atrevía? Hacerle una pregunta así. A ella. Debería mandarle a la mierda, debería sacarlo a patadas de esa casa. ¿Pero por qué no lo estaba haciendo? ¿Por qué se mantenía tan quieta? ¿Por qué simplemente notaba su pecho balancearse en una inhalación retomada? ¿Por qué iba a comportarse de forma distinta con ese extraño allanador de moradas? ¿Por qué?

-La ley de la inercia. Acelerar, acelerar, acelerar, te frenas…y te pegas la ostia del siglo. Y aún con las rodillas sangrando aceleras, aceleras, aceleras, y ni te importa perder sangre, y si te importa, no hay más cojones que seguir acelerando, deseando que el próximo frenazo sea el último… Y ya está.

Bajó la cabeza en un golpe seco, desviando la mirada al suelo. Menuda contrariedad, ahora que por fin había recuperado la frialdad de su mente, como aquel que piensa la respuesta acertada recién acabada la discusión, no podía hacer sino fustigarse por dentro por haberle contado todo tan abiertamente. Ni abierta en canal como un cerdo de carnicería podría haber visto más su interior.

-Duras palabras para una chiquilla de tu edad.

-El dolor no entiende de edades, Soren.-desde luego, la jovencita era buena en el baile, pero en el debate tampoco era nada mala. Cogía las palabras entre sus labios, las atrapaba, las contenía para, igual que hacía en su danza, liberarlas en golpes secos, en contestaciones contundentes, frías, secas, con un toque arisco incluso, mas con la suficiente concisión para dejar al danés contra las cuerdas.

-Me gusta hablar contigo, pareces una chica interesante.

-Tú también me pareces un tío interesante. Digamos que alguien que se mete en casas ajenas sin permiso tiene mucho que contar.

-Me la vas a guardar toda la vida, ¿eh?-Soren rió de una manera entrecortada y ronca; a causa del tabaco aquel sonido semejante a una tos que no llega a ahogar de todo se había convertido en su risa. Cómo le gustaría sacar una sonrisita infantil de los labios de aquella adolescente, que lo máximo que podría vérsele expresar felicidad era con una sonrisa fugaz, brevemente sincera.

-Toda la vida no, solo hasta que yo me muera.

Track, clack, clack, clack.

¿Qué ha sido ese ruido? Mar se detuvo. Su voz se congeló completamente quedándose esa última frase prendada en sus labios, sin siquiera darle el matiz enfático final para poder sellarla. Su corazón comenzó a martillear; el sonido se extendía desde el centro mismo de su pecho hasta repiquetear en su vientre, latir insistentemente en las yemas de sus dedos y hacer que su cabeza desease estallar; todo en un instante tan breve como el sonido de una llave forcejeando en una cerradura antigua. Incluso su rostro, de por sí blanco como el de una princesa de las nieves palideció considerablemente. Apenas encontró aire para contestar a la mirada interrogante de Soren, sus pulmones se habían secado, exprimido, vaciado…

-Beca.

-¡Mar! ¡Ya he llegado!

Los pasos se acercaban cada vez más. Lo que iba a suceder era más que obvio, inminente, palpitante y próximo, amenazador. Y Dios sabe en qué encauzaría, Dios sabe si en un chillido o en un “no volveré a mirarte a la cara”, o en un “no vuelvas a dirigirme la palabra”. ¿Cuál de todas aquellas cosas era más dolorosa, más tremendamente corrosiva para la muchacha de mirada azul perdida? ¿Cuál?

Fue entonces cuando se cruzaron por fin no dos sino tres miradas. La cerúlea de Mar, la glauca de Soren… y una tercera. Unos ojos color caoba contenidos en unas cuencas arropadas por piel blanca salpimentada con pecas sobre su tabique nasal y cabello castaño oscuro que durante unos  instantes se quedó suspendido en la habitación, en una mezcla de sorpresa y real terror hacia la figura desconocida que había turbado su tranquilidad. Aquella mujer que rozaba los primeros años de la veintena, aunque aproximándose más a los 25 que a los 20, no podía concebir lo que estaban viendo sus ojos.

-¿Qu…qué hace usted aquí? ¿Quién demonios es?

-Beca…yo…-pocas veces se veía a alguien tan asustado. La respiración de Mar rozaba la hiperventilación, su corazón se desbocaba como el de un cervatillo herido. Aquel era el momento propicio para que Soren pusiese en práctica sus habilidades como escritor.

-Verás, perdona que me haya metido en tu casa de este modo pero es que…argh, es un poco embarazoso, pero bueno, ya ves que fui a comprar para hacer la cena y tal, y resulta que me olvidé de comprar sal. Y sin sal no puedo hacer la cena, y como no me daría tiempo a volver a bajar al supermercado antes de que cerrara, decidí golpear en la puerta de algunos pisos al azar a ver si me la podían dejar. Fue una suerte encontrarme con ella,-hizo un aspaviento en la cabeza para señalar a la asustada Mar.-me invitó a pasar y ahora mismo iba a dejarme el bote. No te preocupes, se lo echo al agua hirviendo y a los filetes crudos y te lo bajo corriendo.

Y a pesar de haber dicho una trola de tan grandes inmensidades, parecía seguro de sus palabras, sus gestos no eran forzados, ni siquiera emanó unas gotas de sudor más de las debidas. Si algo se le daba bien a Soren era inventar, imaginar sobre la marcha, aún con tanta presión como en aquel momento. Algo le hizo confiar en él, quizás porque su historia encajaba con la realidad como un guante de seda.

-Mar, vete a buscar la sal a la cocina.

Y con estas palabras la jovencita echó una carrera de ida y vuelta para traerle el botecillo de cristal donde estaba la sal. Al menos, pudo descargar parte de adrenalina pisando fuerte.
***

Su cuerpo se balanceaba grácilmente hacia los lados, meciéndose en conjunción con el aire. En la punta de sus pies, el mundo podía girar hacia el lado que ella quisiese, en el momento que deseara, como el tambor de una lavadora regido por una frágil voluntad herida. Su cadera había abandonado el trazo seco que solía acometer y se movía trazando un infinito en la continuidad del aire. “You take my breathe away…”, mas tomaba aire y allí estaba, respirando, se sentía completamente en paz consigo misma. Los latidos del rap la apaciguaban.

Ding, dong!

-¡Mar! Abre tú, que seguro que es el vecino.

Beca tenía un oído finísimo. Aún con “Space bound” de Eminem sonando a todo volumen del cuarto de su hermana pequeña que intentaba calmar sus turbados nervios ensayando algunos pasos nuevos pudo escuchar el alarido del timbre. Mar se liberó de un fuerte suspiro, y con un simple empujón de su dedo la canción se detuvo completamente. Aquel silencio sí que era atronador.

-Vengo a traerte la sal. Cociné con ella y todo, espero que no sea cianuro o algo.-murmuró Soren, riendo como él solía. Se veía a la joven mucho menos tensa, por lo que sí, pudo arrancarle una suave carcajada.

-Mientes demasiado bien, he de reconocerlo.

-Espero que otro día podamos hablar, ya sabes cómo encontrarme.

-Sí, y bueno… si deseas encontrarme a mí tal vez debas preguntar…-se inclinó levemente hacia delante, en tanto que le arrebataba el bote de sal. Una sonrisa surcó sus virginales labios.-por la ciega del segundo.

Y con un guiño sutil le cerró la puerta. Ahora, y sin quererlo, le había revelado su secreto…





jueves, 12 de enero de 2012

2

Detrás de todo gran hombre, hay una gran mujer
Detrás de cada gran mujer hay una fuerza inimaginable y un coraje indómito.



La luz de la mañana. Era más pálida de lo normal. Durante el mediodía adquiría un tono dorado que abrasaba la piel de todo aquel que se exponía a sus roces. Mas por la mañana, era una caricia alba, que se introducía por los recovecos entre las sábanas, serpenteaba graciosa y le besaba los párpados a aquel que estaba dormido. Soren comenzó a adquirir conciencia de qué era lo que estaba pasando.





Martes día 9, el invierno envolvía la ciudad con su manto de gélido helor, cubría las miradas del sol con los cuerpos de las nubes, tal y como él y Alex habían estado haciendo ayer… Sí, Soren estaba lo suficientemente sobrio para acordarse. Aquella semana Alex tenía turno de mañana, su preferido. Venía a media tarde y podían mimarse de noche. Mas, por supuesto, le habían concedido un día libre para acompañar a su novio al hospital. Alex era celador; nadie mejor que sus jefes sabían el apoyo que necesitaba un joven de 29 años recién cumplidos que se le quebraban los huesos con un toque de mediana intensidad. Boca abajo, fue poco a poco entreabriendo los ojos y agudizando los oídos. Alex había dejado encendida la radio, su particular despertador. La voz adulzada de Carla Bruni crepitaba en francés una nana particular. Soren pudo distinguir algunas frases sueltas. Quelqu’un m’a dit que tu m’aimais encoré, quelqu’un m’a dit que tu m’aimais encoré. Serais ce possible alors ?... En sus labios afloró una dulce sonrisa. Si estuviese Alex en aquel momento, habría estado recostado en su pecho, tarareando la canción suavemente para inculcarle las notas a su piel, aquellos acordes que se balanceaban, que se mecían como las olas del mar. Dibujaría en su pecho figuras sin sentido con la yema de su dedo, quizás un “te quiero”… O tamborilearía al ritmo de su corazón, y el corazón, al ritmo de la canción de Carla Bruni, y el sol le iluminaría la cara y sería perfecto.


Se levanta con parsimonia, notando todavía la boca pastosa del alcohol ingerido. Soren no lo soportaba demasiado bien la cerveza, pero sí una copa de bourbon o un dedal de absenta. Era extraño cómo funcionaba su metabolismo. No tenía ni ropa que quitarse en el camino de la habitación al baño. Solamente, se apartaba la media melena hacia un lado, en tanto que notaba sus carnes rozando unas con las otras. Estar desnudo le daba una libertad inimitable. Los muslos en entero contacto, el pecho siendo acariciado por el aire en suspensión, el frío integrándose en cada poro de su piel. Girar levemente una manilla, tirar hacia arriba, y el agua comenzó a caer a lo largo de su cuerpo. No era un agua muy caliente, ni tampoco demasiado fría, sino a una temperatura intermedia. Si se desviaba un solo grado, Soren lo notaría. De algún modo lo notaba. Su piel era tan tremendamente sensible a los cambios de temperatura, que mismo podía caer enfermo si su cuerpo ascendía un par de grados. Su cuerpo era tan frágil como el agua. Sí, como el agua. Se escurre de unas manos que le ofrecen seguridad, colisiona contra el suelo en forma de dolorosas gotas, y desparramada en el suelo puede volver a una forma similar, mas no será exactamente la misma, algo habrá cambiado. Anatómicamente, una gota de agua no es igual a medida que la roza el viento. Médicamente, un hueso roto no adquiere nunca idéntica forma, y a veces, ni siquiera idéntica movilidad.


Soren salió de la ducha lentamente, intentando que no le afectase el drástico cambio de temperaturas. Miró a su alrededor en tanto que cogía la toalla. Estaba solo en casa. La vecina había llevado a la pequeña Lili al colegio, por lo que no estaría acompañado hasta la hora de comer. Y Alex tenía trabajo de mañana, así que seguramente volvería a las cuatro de la tarde hambriento, exhausto, y con ganas de mimitos. Aunque tenía sus planes hasta entonces.





Y allí estaba esperando en aquella esquina. Podría parecer la primera escena de una película de amor poco convencional. Un hombre de mechones de cabello más o menos largos, aproximadamente metro ochenta como un galán de film, y unos ojos verdes con sutiles matices grisáceos esperaba en el cruce de caminos entre la general Sanjurjo y Enrique Hervada a que doblase la esquina su media naranja bajo la tenue luz del sol oculto entre las nubes. Sería extraño, improbable acaso, pero por algún motivo, pensarlo solo hacía aumentar la intensidad del incesante latido de su corazón. Quizás y sin preverlo fuese Alex quien apareciese cruzando el paso de cebra que estaba frente a él, vestido con el uniforme de celador, que realmente parecía un ángel embutido en él, o mejor aún, con una camiseta y unos vaqueros. Estaría mirando a ambos lados para cruzar, ajeno a la presencia de su novio al otro lado de la acera, mas en algún momento se intercambiarían las miradas y se haría el silencio. Soren esperaría en aquella esquina, y Alex se acercaría lentamente a él, notando así la proximidad del calor vital del cuerpo del otro, hasta que sus manos recias tomasen el delicado cuello del danés y se fundieran en un beso.


Sí. Pero eso no dejaba de ser una ensoñación.


-¡Puta!- se escuchó desde el otro lado de la carretera. En definitiva, toda la calle lo escuchó.





Soren reconocería aquella voz incluso debajo del agua, mas no, no era Alex su propietario. Ni mucho menos. Con aquellos pies cubiertos por unas converse cien por cien auténticas, pantalones pitillo, una americana roja con el logo del banco Pastor y un fular azulón solo podía tratarse de una persona. Carlos. Nada más y nada menos que uno de los mejores amigos de Soren, aquel amigo gay que toda chica sueña con tener. Se habían conocido en un bar de ambiente hacía unos cuantos años, cuando un Soren todavía menor de edad aunque en el limbo con los 18 años abrazaba su sexualidad a dos manos. Le había costado adaptarse y encontrar su camino. Como muchos homosexuales, había pasado de ser un chaval completamente retraído a una locaza desenfrenada, hasta poder encontrar el equilibrio perfecto entre lo que era y lo que sentía. Sin embargo, Carlos se había quedado en la segunda fase y de qué manera. Le gustaba todavía ponerse un poco de brillo en los labios para ir a trabajar, pintarse las uñas de un color llamativo y sin embargo eructar como el tío más rudo de un bar de los suburbios. Soren se sentía libre con él. Libre de poder darse un poco al vicio y hacer esas cosas que delante de otras personas no se atrevería a hacer.


-¡Zorra! ¿Vamos al bar de siempre o cruzas?


-¡Al de siempre! ¡Mueve tu flamante culo hasta aquí, Soren!


Como siempre, era a Soren a quien le tocaba pasarse a la acera de Carlos, para poder ascender calle arriba a una pequeña cafetería que estaba escondida en una esquina. No era muy famosa, desde luego, pero al menos daban un riquísimo café tostado, y el ambiente era tremendamente tranquilo, relajado, del mismo color que la estimulante y amarga bebida, suave. Alguna vez había acudido Soren solo a escribir allí, aunque no rechazaba ir acompañado, y los descansos de Carlos eran bastante generosos por parte de sus jefes. En el momento en el que se encontraron frente a frente, se dieron dos besos. El labio superior de Soren era tremendamente fino, tanto que ni siquiera se notaba sobre la piel, mas el inferior era mullido y cálido, y dejaba escapar su aliento suave en cada impresión. Quizás por eso Carlos siempre le pedía dos besos, o a veces incluso tres.


-Ay, Soren, te veo demasiado contento. ¿Has tenido sexo matutino con Alex?


Las preguntas indiscretas de Carlos nunca dejarían de sorprenderle. Sentados dentro de aquel bar, en dos sillas de madera lacada, alrededor de una mesa redonda y a la par de la ventana, Soren no podía evitar sentirse como Van Gogh con su copa de absenta en algún bar de París. Mas se sentiría mucho más metido en el papel si no tuviese la mirada de Carlos taladrándole.


-No, me lo dio ayer a la noche, y no, no te pienso contar detalles.


-Oh, por favor. Con lo bueno que está Alex, que está cañón. Has tenido una suerte, Soren, si hasta parece buen chaval. Sabes que si no estuviese cogido, me lo tiraría.


No pudo evitar sonrojarse levemente el danés. Todo lo que le recordase a los besos de la noche pasada, a sus caricias, a la forma en la que su miembro se abría paso y mientras le siseaba como a un crío a punto de echarse a llorar. Carlos tenía razón, Alex era magnífico. Intercambió una mirada con su amigo, soltando una risita un tanto nerviosa; tampoco sabía muy bien qué contestarle, ni si debía hacerlo. Los brazos peludos de Carlos se levantaron entonces de la mesa. Era el camarero. Ni siquiera le había notado llegar.


-…con dos bolsitas de azúcar, ¿y tú qué vas a querer?-le cuestionó, señalándole con uno de sus dedazos.


-Yo… un café solo, gracias.


Gracias a Dios que había reaccionado a tiempo, al menos lo suficientemente rápido como para que Carlos no notase que había estado distraído. Ahora que lo mencionaba, no le llegaba la hora de ponerse el pijama, serpentear hacia la cama, buscar el calor del cuerpo de Alex, y poder susurrarle eso de “nuestras vidas no valen gran cosa, que pasan en un instante como se marchitan como se marchitan las rosas”. Poder deslizar las manos por su pecho, notar los pliegues fríos de su ropa, percatarse de que sí, su corazón latía y también el de su pareja. Quizás no con la misma intensidad, ni con la misma frecuencia; pero latían. Que ambos vivían, juntos, que estaban acostados en la misma cama, resguardados de cualquier peligro, sin que nadie pudiese hacerles daño, uno en los brazos del otro…


-Ay, hoy Susana de contabilidad me ha estado comiendo las pelotas. Porque es que mira, no sabe hacer nada bien, de verdad.-la charla de Carlos le interrumpió en aquel instante, rompiendo cualquier vínculo con la fantasía. ¿Cuánto tiempo llevaría hablando? ¿Se habría perdido más de la mitad de la conversación? No podía quedarse callado, las cejas de su interlocutor comenzaban a alzarse, en un esfuerzo por preguntarle si estaba realmente escuchando.


-A…ahá.


-Estás con la cabeza en otra parte, ¿eh? Mira que como Alex se marche con tu cerebro cada vez que se va al trabajo, lo tenemos crudo.


Soren sonrió levemente. Su cerebro estaba allí, funcionando, creando impulsos que en la corteza cerebral se transmiten como pensamientos, aliándose con las emociones propias del sistema límbico. Lo que Alex se había llevado consigo, no solo al trabajo, sino cada vez que se alejaba de Soren aunque solo fuesen un par de metros era su corazón.


-Igualmente ten cuidado, Soren.-esta vez, el tono de Carlos se endulzó y endureció, como el de una madre cuando da un consejo casi a modo de reprimenda anticipada.-Los tíos parecen muy buenos a veces, y tú confías en ellos más que en tu propia sombra, y después…-en ese momento le sirvieron el café, justo a tiempo.


Soren asintió. Sabía que Carlos tenía conocimiento en ese tema. Quizás no en otros, pero en ese en concreto quizás sabía demasiado. Una de sus manos de dedos delgados y finos se apoyó sobre la extremidad velluda de su amigo. No pudo evitar tener una piloerección.


-No tienes de qué preocuparte. Alex me trata bien. Quizás no me dice a todas horas que me quiere, pero nunca me ha…tranquilo, ¿de acuerdo?


Carlos frunció levemente los labios. ¡Qué inocente podía llegar a ser Soren! ¿No sabía que detrás de todos los príncipes azules se escondía una bestia atroz, que podía salir en cualquier momento? Debería ser un poco más receloso, aunque llevasen unos cuatro años juntos eso no le indicaba que realmente conociera a Alex.


-Si te pasa algo…-se resistió a creer en las palabras del danés.


-Serás el primero que lo sepa, aunque solo sea para poder decirme eso de “yo ya te lo dije y no me hiciste caso”.


Darle el privilegio de decirle esa frasecilla era capaz de alegrar sobremanera a Carlos. Ahora solo faltaría que le dejase tirarse a su novio y sería redondo, pero no caería esa breva.


-Carlos, tengo que contarte. Me han contratado para la revista “Semana”. Tengo que hacer una reflexión todas las ídem, en forma de relato, o de lo que sea.


-Oh, Dios mío, Dios mío, Soren, esto hay que celebrarlo.


-No pensarás emborracharme tú también, ¿verdad?-cuestionó. Le estaba dando demasiadas pistas sobre la noche anterior, y sabía que Carlos las pillaría al vuelo, pero su respuesta fue otra.


-No, yo pensaba en tener un polvo contigo en los servicios, pero si quieres te invito al café.


Soren no pudo evitar soltar una carcajada. Así eran las respuestas de Carlos, siempre tirando a meter la polla en la olla. Y la verdad es que Soren, tanto para una mujer heterosexual como para un hombre gay tenía un aquel que llamaba la atención. Los rasgos nórdicos, los ojos tan, tan verdes, la piel blanca y suave en las zonas claves del cuerpo y áspera en las manos, el aspecto frágil mas elegante, el carácter fuerte aunque templado. Además de culto y buen escritor. De hecho, Carlos y él ya habían tenido algún que otro affair, en algún bar, Carlos contra el lavabo y Soren por detrás. ¡Qué tiempos aquellos! Pensaban ambos los dos.


-Bueno, mi vida.-interrumpió Carlos la conversación que estaban teniendo, sobre el último libro de Ruíz Zafón, que había degenerado en charlar sobre “qué tipo de hombre te tirarías si Alex no estuviese en tu vida”.-Ya son las doce, me tengo que ir a trabajar corriendo otra vez.


-Entonces quedamos otro día. Mándame algún mensaje de vez en cuando, perra.


-Eh, eh, espera. ¿No me das un beso?


El danés se levantó de la silla, e inclinándose hacia delante le dio dos besos, como es costumbre hacer. Mas no era eso lo que tenía en mente.


-Un beso de amigos.-replicó, torciendo el labio como solía, como un crío con exceso de vello corporal.


-Carlos, tengo novio.


-Es un beso de amigos, tonto. Dámelo.


Soren suspiró profundamente, sin poder ocultar su rostro de circunstancias. Ya sabía él a dónde quería llegar Carlos con su “beso de amigos”. Entre sus dedos larguísimos, manchados de tinta de bolígrafo debido a la continua escritura manual, con las yemas un tanto aplanadas por la agresiva mecanografía a ordenador, tomó el rostro de su amigo, pudiendo así rozar suavemente sus labios, notando su leve humedad y el sabor a café excesivamente endulzado para su gusto. Y de nuevo Carlos podía notar aquella textura tan característica de la boca de Soren, ese roce tan suave del labio superior, y esa explosión de agresiva sensibilidad del labio inferior. Era como si aquellos labios estuviesen anatómicamente esculpidos de forma precisa para aquella misión, para procurar el placer más tremendamente indescriptible en cada beso furtivo.


Todavía con la reminiscencia de sus labios, Carlos se alejó del bar contoneándose como solía, dejando al danés sumido en la soledad, envuelto por el suave abrazo del café solo.


La mirada de Soren se paseó por el local. La verdad, era un lugar acogedor. Las paredes eran del mismo color del amargo líquido que contenía entre las manos, y brindaba una perspectiva de la ciudad bastante rica, a su parecer. Si bien no mostraba toda su grandiosidad arquitectónica, alzándose como un halcón para poder vislumbrar el conjunto de todos los edificios apelotonados en un crisol asombroso, mostraba toda la gente que transitaba calle arriba de una manera tan fideligna que mismo podrían entreverse sus pensamientos si la piel no los ocultase. Así pasaba Soren la mañana cuando Alex no estaba, y se pasaría la tarde si no tuviese que cuidar de su pequeña. Observando a la gente pasar, sintiendo los latidos de sus vivencias desde el otro lado del cristal, imaginando qué podría resultar si las vidas de dos de ellos colisionasen, como lo hacen las moléculas gaseosas en un recipiente cerrado.


Mas en ese momento de su reflexión fue cuando reparó en una mesa. Una mesa más cercana a la puerta que la suya, que se encontraba en alineación directa con su mirada glauca. En ella no había más que un par de tazas, aunque no sabría indagar cuál fue su contenido, ni cuánto tiempo llevaban allí. La verdad es que no había reparado en quién entraba ni quién salía del bar; mientras hablaba con Carlos estaba enfrascado en un mundo aparte. Aunque a Soren solía pasarle, aunque fuese una persona tremendamente inteligente y con una gran capacidad imaginativa e inventiva, se distraía con una velocidad pasmosa. Entonces fue cuando se fijó en un papel, perfectamente dobladito bajo una de las tazas de café. Parecía…no, innegablemente era una servilleta. Aunque semejaba estar cubierta de unos trazos negros. ¿Acaso estaría escrita? ¿Acaso alguien había puesto algo en ella? La curiosidad azotó a Soren de una forma feroz, haciendo que se levantase de la silla sin acabarse siquiera el café. Tendría que irse, por supuesto, o llamaría la atención que solo se acercase a esa mesa a coger el papel. De una manera disimulada, haciendo alarde de su grandísima discreción, se dirigió paso a paso a la susodicha, sin quitarle la vista de encima al manuscrito. Un paso más, un poco más, alargó la mano y lo extrajo de un movimiento limpio, escondiéndolo en el bolsillo. Su corazón golpeaba de una manera feroz, tan rápido que semejaba querer escaparle del pecho. En el momento en el que cruzó el umbral de la puerta, blandió el papelito y se dispuso a leerlo. De punta a punta lo cruzaba una frase.


“Detrás de todo gran hombre, hay una gran mujer
Detrás de cada gran mujer hay una fuerza inimaginable y un coraje indómito. “


De los labios del danés se escapó una dulce sonrisa. Sí, aquel benefactor anónimo de aquella frase tan tremendamente bella le había dado a Soren la mejor idea de su vida, al menos para comenzar a escribir el primer artículo suyo que leerían en la revista Semana.





“Mi madre nunca había necesitado teléfono. Nunca le había hecho falta. A una mujer de 18 años sin nada que perder, en un país que le era desconocido y completamente desvinculada de su familia, nunca había tenido problemas de comunicación a distancia. Sus amigas estaban siempre en el mercado, o en el parque con sus niños, y allí podía hablar con ellas siempre que quisiera. Si sucedía alguna emergencia, avisaba a uno de los vecinos y estos llamaban a la ambulancia, a los bomberos, a la policía, o a quien hiciese falta. ¿Quién le podría negar algo a una jovencita danesa jovial y agradable, siempre sonriente, siempre atenta, siempre con una palabra amable a pesar de la adversidad?


Pasaron muchos años hasta que mi hermano pequeño quiso volver al país de donde procede nuestra sangre, y como buena madre nunca dejaría a su hijo solo, y menos en una tierra desconocida, fría e inhóspita. Aunque fuese solamente para estudiar cuatro años en la universidad. En ese momento de su vida fue cuando decidimos regalarle un teléfono móvil. Así, le explicaba, con toda la paciencia del mundo, sentados ambos en el sofá, no se sentiría sola nunca, porque presionando un solo botón me tendría cerca de nuevo.


Para eso sirven los teléfonos. Para acercar a las personas que están lejos. Para tenerlas de nuevo a tu lado. Y es increíble la fidelidad que transmiten. Cierras los ojos y puedes escuchar mismo cómo respiran al otro lado del auricular, como si lo hiciesen justo sobre tu oído. Y es en ese momento en el que alargas la mano para poder acariciarles el rostro, para poder notar sus pieles, mas no hay nada a tu alrededor, nada. El teléfono es el espejismo del siglo XXI.


Hace unos tres o cuatro años que mi hermano y mi madre están fuera. Y hace la misma cantidad de tiempo que no hablo con mi madre. Añoro volver a escuchar su voz, volver a notarla cerca, caer en el engaño, pero caer con ella. Siempre me coge el móvil mi hermano mas, si presto atención, todavía puedo escuchar a mi madre cantando de fondo. Ignoro si es o no un espejismo, mas no me hace sentir tan perdido”.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

1

Entre líneas
Dices y callas
Lo que no está escrito…

Cada vez que Soren miraba al espejo, temía por alguna razón no llegar a reconocerse. Aunque solo se tratase del espejo retrovisor. Recorría con sus ojos verdes cada recoveco de la superficie pulida, intentando indagar si todo estaba tal y como lo recordaba. Tenía una tímida obsesión con ese aspecto. No podía evitar pensar en si podría tener el tabique nasal desviado, la mandíbula fragmentada, mismo sentir el hueso hioides oprimirle la laringe. Mas siempre, o quizás casi siempre que se miraba estaba como recordaba la última vez que se había subido al coche, o que había ido a mear y lavarse la cara. Sus ojos verdes estaban dentro de los límites impuestos por las cuencas. Su nariz, recta y aguileña. Sus labios un tanto resecos, quizás pasándoles la lengua levemente pudiese recubrirlos de una feble capa de saliva, aunque brillasen como los labios de una mujer. Desde que Soren descubrió su identidad sexual le gustaba hacer una clara distinción entre las féminas y él. No caminaba igual que una mujer, ni se vestía igual, tenía las uñas siempre descuidadas, cortadas de forma un tanto irregular a base de morderlas. No usaba cremas, ni siquiera las masculinas anti ojeras, ni las hidratantes. Escupía a menudo para eliminar el exceso de saliva o las flemas de su boca, y nunca, absolutamente en ninguna circunstancia se pasaría más de dos minutos mirándose al espejo.  No por nada en particular, sino porque estaba cansado de verse durante tantos años de su vida.

En el momento en el que escucha la puerta contigua cerrarse bruscamente, sabe que por fin podrá ver a alguien más en cuanto se gire. Alex calculaba mentalmente la ruta que habrían de seguir para llegar a su destino, en tanto que buscaba por las llaves en el bolsillo de su cazadora de cuero. Soren no pudo hacer otra cosa que sonreír. No estaba solo, tenía una pareja a la que adoraba. Le llevaba al menos diez años, era una diferencia de edad demasiado llamativa. De hecho, esa diferencia se desvanecía en cuanto se les veía juntos. Aunque pocas veces la calle tenía el privilegio de observar tal estampa. Entonces, escuchó unos febles golpes sobre la puerta que tenía justo a su derecha. La abrió, descubriendo que una niña de unos cuatro años le tendía ambas manos.

-Papi, papi.

Era cierto, Soren también tenía una hija preciosa. Podría pensarse que pudo ser fruto de algún matrimonio anterior de Alex o suyo, mas no era cierto. La habían adoptado hacía un par de años, en un orfanato local. Al ser todavía un bebé, no tardó en concebirlos como papá y papi. Papá era Alex, la figura de autoridad, el que solía ir a trabajar temprano, volver tarde y darle un beso de buenas noches al volver. Papi era Soren, alguien más paternal, más tierno, con unos movimientos más delicados, a veces no por otra cosa que no fuese por no accidentarse, el que solía despertarla, vestirla, asearla, llevarla hasta el autobús del colegio, hacerle de comer y acostarla. Era más barato que mandarla a una guardería para que Soren pudiese trabajar tranquilo, mas Lili era una niña calmada y callada, dentro de lo que cabe.  Le tendió la mano, y la pequeña fue capaz de subir al viejo Chevrolet de segunda mano, colocándose enfrente del sitio de su padre. Soren a veces no era capaz de concebir cómo había tenido tanta suerte. Aquella niña de pelo rubio como hebras de oro y ojos oscuros, no le había traído más que felicidad.

 Coloca ambas manos sobre los costados de la pequeña Lili. Aquel coche, a pesar de tener cuatro asientos, solo contaba con dos puertas, y era la única manera de sentarla en su sitio. Sin preverlo, todo comienza a moverse a su alrededor. En un solo segundo, el mundo sufre una convulsión palpable bajo sus pies.

Ni siquiera sabe qué ha de hacer en ese momento, mas en su mente durante una décima de segundo estructura una escala de prioridades, y la primera y más importante es proteger a Lili. En un acto paternal tan instintivo como acunar a un bebé de tu misma sangre, acerca la cabeza de la niña a su pecho y se ovilla, intentando protegerla con su cuerpo. Sabía perfectamente que en el caso de suceder algo, cualquier percance, antepondría su  integridad a la de la niña, aunque se quebrase en mil pedazos como si estuviese hecho de vidrio. Desde el momento en el que la vio por primera vez, mismo antes de haber firmado la solicitud de adopción, se dio cuenta de que esa niña era suya, de que la quería mismo desde antes de conocerla, desde antes que hubiese nacido. Se dio cuenta de que era su niña, con mayúsculas, SU niña. Mas mientras todos aquellos pensamientos fugaces recorrían su mente, entreabre los ojos. La luna, las ventanas, el coche, Alex. A 120 kilómetros por hora en plena cuidad; era típico de él.

-¡Alex, joder! ¿Pero cómo se te ocurre acelerar así? ¿Tú quieres que nos matemos?

Soren solía ser un hombre tranquilo. No porque disfrutase siéndolo, sino por obligación. Cuántas veces no habría deseado ser impetuoso como su pareja, pegarle un par de bofetones a alguien, alzar la voz hasta que retumbase todo con su estentórea vibración. Mas mismo cuando gritaba, él semejaba una temible figura de autoridad; a veces no tanto por su tono sino por sus palabras. El arma más poderosa que estaba al alcance de Soren era la retórica. Más afilada, más mortífera, y que mejor sabía utilizar. Cuando él quería realmente herir, solamente con una frase podría desarmar a la persona más fuerte. Podría decirse que nació con un don. En cambio, Alex era una persona más volátil. Su ira se inflamaba como la pólvora, con la misma rapidez y magnitud; cuando él gritaba hasta las montañas más altas temblaban. Sin embargo, en aquel momento, ante el chillido angustioso de su pareja, se mantuvo sereno y calmado, tal si fuese una estatua de sal que solamente se moviese para respirar y girar suavemente el volante.

-Vamos a llegar tarde a la consulta.-respondió secamente, sin argumentar nada más a su favor. No hacía falta argumentar nada más, aquellas palabras lo habían dicho todo.
Soren sentó a su pequeña en el hueco que quedaba entre sus piernas, colocándole el cinturón a ras del pecho. Sabía que, aunque estuviesen cometiendo una infracción, Lili no estaría más segura que entre los brazos de su padre, pesase a quien le pesase. A Soren sí que le pesaban tal si fuesen bloques de hierro aquellas palabras, cada vez que las pensaba los serpenteos de unos escalofríos como cobras recorrían su columna vertebral, haciendo que se estremeciese de manera palpable entre el cuerpo de su pequeña. Estaría condenado toda su vida a tener que pisar aquellos pasillos revestidos de color blanco, a tropezarse con médicos y enfermeros a cada paso, a cada suspiro, a las pruebas de esfuerzo, los análisis de sangre, las radiografías y las placas. Desde que era pequeño estaba aquejado de una enfermedad ósea que le había tenido en jaque. No era exactamente como la enfermedad de los huesos de cristal, siempre lo aclaraba cuando se lo explicaba a alguien, para intentar paliar la preocupación del oyente, y posteriormente, con gestos muy pausados iba hablando sobre lo que le habían contado los médicos, como si lo tuviese grabado en alguna parte de su cerebro. Depósitos de calcio, vitamina D. Aunque Soren toda su vida había pensado que era la radiación a la que los médicos lo exponían, que hacía que sus huesos se desgastasen, que los apedreaban, los rajaban, los limaban, hasta que estaban tan frágiles que simplemente coger en brazos a su niña le produciría una fractura múltiple.

Alex se había emparejado con el chico con los huesos de porcelana. Simple y llanamente.

Miró por la ventana, observando de nuevo aquel paisaje sobradamente conocido. Se había aprendido el camino al hospital igual que el abecedario o la tabla de multiplicar. A, B, C, un semáforo, D, E, F, G, H, una pequeña llanura a la izquierda, con un prado hasta donde alcanza  la vista, I, J, K, L, M, N, Ñ, O, P, llegamos a las afueras de la ciudad y cogemos el primer desvío, Q, R, S, T, comienzan a verse algunas ambulancias, U, V, seguimos recto toda la cuesta, W, estamos llegando, X, se ve el hospital a lo lejos, cada vez más cerca, Y, el corazón se le acelera, Z, aparcamos.

En cuanto el coche se detiene, es Soren el que primero pugna por poner un pie fuera. Solo para poder detenerse en medio del parking mientras su pareja apagaba el coche, cerraba los seguros de las puertas y cogía a Lili de la mano para poder llevarla hacia su papi. Adoraba aquella sensación, aquel momento entre salir del coche y entrar en el hospital. Respirar profundamente, poder entrar en un estado de relajación tan envolvente como un abrazo de seda del aire que le rodea. Poder notar cómo todavía su corazón nervioso golpea contra sus costillas como el mar contra las rocas. A pesar de vivir en el borde de la Península, Soren solo vio el mar una vez de cerca, tocarlo, sentirlo entre sus dedos, mismo semejaba poder traer a su mente en aquel momento los restos de salitre que se le quedaban entre las huellas dactilares. El mar se veía bien desde la ventana de rehabilitación.

Alex se le acercó por detrás, aferrado a la mano de Lili. No era la primera vez que con un leve toquecito en su hombro debía despertarle de sus ensoñaciones. El cuerpo de Soren giró sobre sí mismo 180 grados, lo justo para poder cruzarse las miradas. Alex veía los ojos verdes de su pareja al despertar, varias veces a lo largo del día, y por la noche, y siempre le parecían igual de bellos, aunque tuviese un cierto reparo a decírselo. Eran unos ojos que le embebían, que le hacían quedarse sin aire, eran como el mar recubierto de una fina capa de algas glaucas, que escondía tanta vida en su interior que mismo en una mirada podían entreverse los peces de sus pensamientos. Se inclinó sobre él y se besaron feblemente en los labios. Todo el hospital fue testigo que, desde el aparcamiento, dos personas se demostraban tanto amor que era inconmensurable.

La sala de espera era de un color tan blanco que semejaba salpicada de lejía, la eterna enemiga de la ropa oscura de Soren. Aquel lugar podía taladrarle el alma de una manera que desollaría su piel con asombrosa facilidad. En cuanto se sentaba en aquellas sillas podía perfectamente sentir sus latidos desenfrenados; palpitaciones, que dirían los médicos, y que de hecho le decían si se lo comentaba, y le hacían hincapié en relajarse. Era imposible relajarse. En el aparcamiento, Soren era perfectamente capaz de cerrar los ojos e imaginar cualquier cosa que pudiese calmarle. Estar mentalmente acostado en la cama con Alex, haciéndole arrumacos, acunar a su niña como nunca pudo, nadar en el mar sin miedo a la corriente… En la sala de espera, solamente escuchaba lamentos. O, en lugar de eso, respiraciones profundas. No sabría decir qué le crispaba más la sangre. Aunque escuchaba el hálito de su pareja justo a su lado, ondeando hacia uno de sus oídos gélidamente, pudiendo en cualquier momento dejar caer su cabeza sobre su hombro, no era lo mismo allí que en su casa, mirando la televisión. En ese momento, desiste y vuelve a abrir los ojos. En cuanto se percata, la pequeña Lili, con su colita rubia y un chándal azul marino asomaba sus manos a la recepción, poniéndose de puntillas para intentar charlar con la auxiliar. Lili era una niña muy sociable, y más cuando estaba aburrida, o preocupada. No le gustaba que su papi fuese al hospital otra vez, ese sitio la ponía nerviosa, y necesitaba a alguien que la abstrajese, que la calmase. No era la primera vez que algún enfermero con instinto paternal, o alguna enfermera con especial apego por los niños se inclinaba hacia ella y le decía que “su papá Soren se iba a poner bien”; era entonces cuando todos los nervios de Lili se desvanecían. Hasta que no lo hiciesen, seguiría intentando que la auxiliar, que leía una revista del corazón, la viese.

-¡Lili!-Susurró Soren con potencia en la voz, mas intentando no turbar el silencio. A la primera llamada de atención, ella no solía responder.-¡Lili! ¡Ven aquí ahora mismo!

Ella se giró sobre sí misma. Volver a junto sus padres significaría estar sentada en el regazo de uno de ellos, teniendo que quedarse quietecita. La idea no le llamaba mucho la atención, mas sabía por experiencia que en aquel sitio feo y frío era mejor hacer lo que los mayores le mandasen, fuesen sus papás u otras personas. Una vez, por haber desoído advertencias, le arrancó sin querer una vía a su padre; tanta sangre mojando las sábanas la había marcado de por vida. Justo por ese motivo, cabizbaja, retornó hacia sus papás a trote.

-Soren, te noto muy tenso. ¿Estás bien?-le cuestionó Alex, en voz baja. Soren se estremeció.

-No sé, vida, tengo… tengo miedo. No sé.

-¿Y de qué tienes miedo?

-Vamos, Alex, no estoy para preguntas extrañas.

-Te recuerdo que eres tú el de las preguntas extrañas. “¿De qué color ves aquella estrella?”, “¿Qué tipo de sensación notas en tu pecho cuando te beso?”

-De acuerdo…-por fin, Soren cedió. En el fondo sabía que llevaba razón, y más en el fondo agradecía que tuviese en cuenta sus sentimientos.-Tengo miedo de que el médico me diga “tienes tal costilla frágil” o “tienes tal vértebra desviada. Vas a tener que estar ingresado unos días. No podrás ir a llevar a tu hija al colegio, ni comer con ella, ni dibujar juntos en el salón, no podrás hacerle la cena a tu novio, ni besarle, ni dormir juntos. Solo reposo absoluto.”

-Ay, reposo absoluto.-suspiró sonoramente, alzando la mirada hacia el techo inmaculado.-Cómo me gustaría que me dijesen a mí eso.

-Dios, cómo se nota que nunca has estado ingresado.-le soltó Soren, riendo levemente, en tanto que acariciaba los costados de Lili, quien apoyaba el oído en su vientre; no escuchaba nada, tan solo un feble eco de su propio corazón.

Mentía. Alex sí había estado ingresado. Una vez. Herida de arma de fuego. Por poco se le gangrena el brazo izquierdo. Pero era mejor así. Ambos estaban más felices sin saberlo. Además, no era mentir exactamente, sino simplemente omitir la verdad.

-Soren Schmeichel.

Aquella voz. Siempre era una distinta, mas todas decían lo mismo. Su nombre. Una colonia de hormigas subía por el pecho de Soren, elevando de manera drástica la fuerza de los latidos de su corazón. Ahora, mismo Alex podía notarlos a través de su mano. Soren se la apretó con fuerza. Tenía miedo. Alex, aunque no lo exteriorizase, también tenía miedo.

-¿Quieres que te acompañe?-le cuestionó, en tanto que su pareja se levantaba. No quería dejarle solo, no lo hacía nunca. Si le iban a dar una mala noticia, él también quería oírla.

Mas Soren tenía otros planes.

-No. Quédate aquí.

Sus dedos se fueron soltando poco a poco. El latido cardíaco de Soren se disipaba entre los dedos se Alex, como si fuese arena escapándose entre las falanges, vapor que se extiende a ras de la carne, y que deja un regusto a tabaco y canela. Iba a enfrentarse a lo que tuviese el médico que decirle, solamente armado… No, a quién pretendo engañar. Sin armas, con el alma desnuda, y dispuesto a una estocada mortal.

                                                                 …

Lili se quedaba a dormir en la casa de la vecina del tercero B hasta nuevo aviso. Aunque esa mujer tenía vida propia, problemas, quebraderos de cabeza, sabía que había unos días puntuales del mes en el que debería quedarse con ella y dejarla en el colegio de camino a la guardería donde ella trabajaba, por un módico precio de 30 euros. Cuando se la dejaban sus padres, podía notar a Soren un tanto cohibido. Quizás “destrozado” fuese una palabra demasiado fuerte, mas se le notaba en los ojos una resignación triste, un brillo que los cubría de una capa de lágrima, que podría precipitarse en cualquier  momento, mas permanecía cuajada. Mismo Alex, que era un tipo serio y adusto, que apenas compartía un par de palabras mal encaradas con ella cuando se cruzaban en las escaleras, siempre absorto en sus inquietudes, mostraba una feble sonrisa en los labios, que denotaba un principio de esperanza teñida de negra incertidumbre, y se excusaba una y otra vez por dejarle a la niña tantas horas a su cargo, y más tratándose de un día entre semana. Sabía que había pasado algo, pero nunca querían decírselo. Lo más seguro era que siempre fuese el mismo motivo. Las veces que le dejaban a Lili a su cargo era, o bien porque querían salir de noche, y eso se lo contaban con toda naturalidad, pues la dejaban a las nueve de la noche y la recogían a la hora homónima de la mañana siguiente para llevarla al cole, o bien porque Soren estaba ingresado, que entonces era un ir y venir de Alex, cogiendo y dejando a la pequeña, o bien…sucedía como en aquel momento. Aunque ella nunca les negaría su ayuda; le encantaban los niños, y Lili era una pequeña dócil, manejable y bastante tranquila. Vale, una vez le rompió todos sus muñecos de porcelana de colección y otra se cargó una tetera de Sargadelos, pero era buena niña. Además, solo Dios sabía por lo que estaban pasando aquellos padres, qué pululaba en su interior.

Soren se sentó alrededor de la mesa de la cocina y encendió un cigarrillo. Había intentado dejar de fumar dos veces y dos veces había recaído en los brazos de aquel tentador cilindro fálico que emanaba fuego procedente del mismo Infierno. Cogía aire con fuerza, con tanta fuerza que mismo sentía cómo se le colapsaban los músculos del pecho, cómo el diafragma se quedaba entumecido, sin poder distenderse más para dejarle paso a los pulmones sin invadir en el estómago. Fumar solo era para él un placer. Se le taponaban los oídos, entrecerraba los ojos, y notaba el fluir de su sangre. Sus pulmones le reclamaban aire, mas no le importaba. Era como el sonido del mar dentro de él. Podía mismo escuchar el leve latido de su corazón. No tan fuerte y ansioso como cuando estaba en la sala de espera, ni tampoco tan tranquilo como en letargo. Tan solo, calmado. Esta dicha solo duraba un breve instante antes de vaciar sus pulmones por completo. Las dos o tres caladas siguientes tendrían que ser algo menos relajadas, para poder restablecer el oxigeno dentro de su cuerpo.

En ese momento, notó una suave presión en los hombros, un leve hinco que le producía un dolor que se extendía de clavículas a la base posterior de la nuca, debido a la gran cantidad de tensión nerviosa. Mas el dolor se distendió y la sensación de calor se extendía como lluvia que cae a lo largo de sus brazos. Era un momento idóneo para volver a inhalar una calada profunda, pudiendo notar el taponamiento de sus oídos, el batir de la sangre, enfrascarse en un mundo aparte, en el que solamente pudiese sentir el humo acariciar su boca y garganta y aquel tacto cálido que traspasaba su camisa. Sabía que no le dejaría solo.

-¿Qué te pasa, mi vida? ¿Te dijo el médico algo malo?

Era cierto. Apenas habían intercambiado algunas palabras tras salir de la consulta, y ninguna de ellas relacionada con el diagnóstico de Soren.  Su pareja no sabía nada de lo que le habían dicho, si era bueno o malo, si había el más mínimo riesgo de fractura, si alguna de sus articulaciones se encontraba dañada, si algún hueso se había calcificado peor que el resto. Alex estaba notablemente nervioso, quizás por eso seguía moviendo las manos en una traza vertical por sus brazos; odiaba que no le contase las cosas, desconocer cualquier detalle que pudiese afectar a la felicidad de Soren le frustraba. Mas Soren prefirió quedarse callado un par de segundos más. Le gustaba saber, adoraba sentir que su pareja se preocupase por él, que era importante para alguien.

-No. No ha dicho nada relevante. La rodilla va perfectamente. Y…nada.

Alex frunció el ceño. Soren torció el gesto. El motivo de su anterior fractura le dolía más incluso que el daño físico en sí. Había sido una tarde de domingo.  Estaba nublado, así que habían optado por quedarse los tres en casa. Sofá, televisión, cerveza fría y cigarros. Era una buena tarde. Aunque estaban viendo una de las películas favoritas de Lili, estaban a gusto. Pocahontas. Son esa clase de películas que salieron al cine cuando nadie tenía nada, y que solamente podías verlas tras haber sido padre. Era la quinta o sexta vez que la veían, hasta se sabían todas las canciones. Aunque, evidentemente, no las cantaban. Soren aborrecía su voz, a pesar de ser un dulce tono ronco, que acariciaba como el fol de una gaita, como el ronroneo de un felino. Dicho sea que Alex era incapaz de evitar cantar el “vamos, un simple túnel y venga, sin descansar, coge un pico, chico, hunde la pala, sacad esas piedras que brillan igual que un rubí” con una falsa voz operística, haciendo reírse a Lili. Y, por supuesto, Soren adoptaba el papel de las damas de la corte que se desmayaban al pasar el colonizador cubierto de oro. Quizás a la altura del primer encuentro entre John Smith y Pocahontas, Lili se acercó a su papi, extendiendo sus bracitos. La conocía lo suficientemente bien como para saber que lo que quería eran mimos. Fue Alex quien la subió al regazo de Soren, sentándola sobre sus rodillas, justo sobre las rótulas semiflexionadas. Soren sintió como si le desgajasen ambas partes de la pierna, mas no dijo nada. Solo colocó a la niña más adelante, y no dijo nada, se mantuvo en un silencio tan absoluto que por poco no se le escuchaba respirar. Aquella sensación era tan intensa. Por su piel comenzaban a deslizarse gotas de sudor frío, tal si fuesen esquirlas de hielo. No, debía ignorar el dolor, seguramente no habría sido nada. Fue remitiendo, mas nunca desaparecía por completo, como si quisiese recordarle que seguía allí a pesar de todo.  Justo en la escena en la que los amantes son descubiertos por Kokum y Thomas, la vejiga de Soren le mandó el aviso de que debía ir sí o sí al baño. Le conminó a Alex para que cogiese a la niña e intentó levantarse. El disparo de la película y el grito ahogado de Soren, quien se volvió a desplomar en el sofá de dolor, sucedieron a una velocidad simultánea.

-Entonces,-la voz de Alex emergió de entre las sombras de sus recuerdos, como la caricia de un paño de seda sobre un cilindro de hierro.- ¿qué te pasa?

La mano de Soren se deslizó suavemente por su mejilla, sintiendo la humedad de su piel pálida. Semejaba estar cubierta por una finísima capa de lluvia. El hueco que unía su mano con su muñeca sostenía todo el peso de su cabeza, en tanto que el cigarro se consumía en la comisura de sus labios. No podía entender cómo se sentía aunque se lo explicase, solo sería capaz si lo sintiese arder en carne propia.

-Alex, es que no lo entiendes. Tengo el corazón en un puño, sabes que por cualquier mierda puedo acabar ingresado. Joder, ni siquiera puedo coger a Lili en brazos, y mira que me duele, me duele la ostia…

Soren no pudo seguir hablando. Desentrañar los secretos de su enfermedad arrancándolos en incisiones torpes y temblorosas era demasiado para él. No era capaz de soportar la mera idea de pensar que él tendría que acarrear con eso toda su vida, y seguramente a medida que los años fuesen pasando por él sus huesos se harían más y más débiles, hasta quebrarse más fácilmente que el papel de liar.

Por eso, Soren no contaba en vivir más de cuarenta años. Como mucho.

-No sé si entiendo eso, pero lo que sí entiendo es que me mata verte así. En serio, quiero que estés bien, y si el médico no te ha dicho nada malo, entonces alegra esa cara.-sonrió levemente. Quizás por imitación, Soren también lo haría. Falló.-Venga, vamos a tomar algo, seguro que te sube la moral.


El humo casi no dejaba ver a más de dos palmos. Semejaba que una densa niebla se cernía perennemente sobre el único bar de la ciudad con la suficiente osadía como para permitir que los clientes fumasen en su interior. Mientras otros planeaban estratagemas estrafalarias, como poner mesas en la calle o incluir terrazas cubiertas, allí no solo podías entrar con una caja de puros, sino que como mínimo deberías invitar al dueño, al menos, si son habanos. Aquel hombre, pensaba Alex, sí que tenía los cojones de acero blindado. Seguro que el día que le mandasen cerrar el local o que le pusiesen una multa, abriría uno en el sótano de su casa. Mismo se limpiaría el culo con la ley antitabaco si la tuviese impresa en papel. Por eso le gustaba ir allí. Y a Soren también, aunque él solamente se quedaba con el dato de que se podía fumar. Una cerveza negra sin un cigarrillo parecía que le faltaba sustancia. Alex dejó el dinero sobre la mesa, al alcance de los dedos de salchicha del robusto dueño del bar, que lucía una barba tan mesta que no se vislumbraba resquicio alguno de piel entre vello y vello.

-Alex, ¿pero qué haces?

-Déjame, a esta invito yo.-replicó, con una sonrisa en los labios. En momentos así, Soren recordaba por qué estaba enamorado de él.

-¿Y por qué vas a invitar?

-¿Cómo que por qué? Tienes la rodilla curada, ¿necesitas más explicación? Anda, Nito, cóbrame las cervezas.

Ahora Soren no solo sabía por qué se había enamorado de él, sino que sentía las mariposas revolotear en el estómago. Alex no era la típica persona que te estaba besando a cada segundo, mas sí tenía sus detallitos. Los dedos de Soren aferraron el cuello de la botella para poder beber en tanto que le observaba de reojo. Le era difícil mandarle a su corazón que se callase.

-¿Qué tal en el trabajo, vida?-le cuestionó a su pareja, que aún estaba absorto mirando para el cambio que le acababan de dar.

-¿Hm?... Bien.  ¿Y tú qué tal? ¿Has conseguido publicar algo?

-Sí, bueno… ¿te acuerdas que dejé mi currículum en la revista Semana?

-Claro que me acuerdo.-Alex desvió la mirada a su cerveza, para poder darle un trago.

-Me han llamado hoy por la mañana. Esperan un artículo mío para finales de semana, para poder incluirlo en la revista el jueves que viene.-una sonrisa amplísima se dibujó en sus labios. Su pareja se giró bruscamente para mirarlo a los ojos.

-¿Estás diciendo que te han…?

-Contratado. Sí, vida.-asintió levemente, dándole a entender su afirmación.

Alex no pudo contenerse. Tomó el rostro de Soren entre sus manos y le dio un intensísimo beso en los labios. Ninguno de los dos podía creerlo. Soren había trabajado desde que salió de la facultad de periodismo en proyectos literarios, siendo víctima y verdugo en numerosas ocasiones: jurado de concursos, escritor de microrrelatos en alguna revistas, periodista para El País, columnista en La voz de Galicia, nunca había escrito un libro; pero hasta entonces no le había salido una oferta mejor. Hasta Alex y su escasa cultura literaria sabía que Semana era una revista no solo muy conocida para los españoles, sino que allí tendría una página para él solo, para contar todo aquello que se le pasase por la cabeza, junto a Pérez Reverte y Paulo Coelho. Soren podría llegar a ser tan grande como el amor que sentían uno por el otro.

-Dios, mi vida, es maravilloso. ¡Es maravilloso!-repetía Alex, sin poder creérselo, entre besos de euforia y emoción.- ¡Esto hay que celebrarlo! ¡Ponnos dos cervezas más!

No le replicó, de hecho, dejó que se tomase al menos dos o tres cervezas más. Aunque reconocerlo sonase un tanto cruel, una de las cosas que más le gustaba a Soren era que Alex se emborrachase, al menos, que pillase el puntillo. Todas sus máscaras se venían abajo, su actitud de hombre duro, sus gestos de machito, se desvanecían entre la espuma de la cerveza. Cuando esto sucedía, se volvía muchísimo más romántico, decía todas esas cosas que Soren deseaba escuchar.

-Es que te quiero muchísimo…Soren, escucha. No, no, escucha. No te merezco. Tengo una hija preciosa, y el mejor novio del mundo, el más guapo, y el más…Uf. Un bastardo como yo no te merece.

Clamaba, aferrado a su pareja, observándole de cerca. No podía evitar sentirse halagado el danés, en tanto que fumaba de nuevo otro cigarro. Se consumía entre sus dedos como el tiempo. Le rodeaba la cintura con un brazo, aproximándose a él solamente para poder escuchar su voz más cerca. Cuando al día siguiente se despertase, todavía recordaría a Alex olisqueándole la piel del cuello, sin dejar de murmurarle las cosas más bonitas que había escuchado, con la voz un tanto cascada por el alcohol, como si le fuese la vida en ello.

-Hueles muy bien…

-¿A qué?-le cuestionó suavemente, inclinándose hacia Alex para poder rozar tenuemente sus labios, dejándole la miel en ellos, para que la reclamase con palabras o mordiscos en la barbilla.

-Hueles…hueles a vainilla…-alzó sus ojos azules con una sonrisa, escudriñando el rostro de Soren. Semejaba distinto, y a la vez idéntico que siempre. Era una sensación extraña. Sus propios pies perdían el equilibrio, mas a la vez se sentía protegido entre los brazos de su novio.-Vainilla…-repitió en un susurro, liberándose del aire de un solo golpe.-Y cerveza. Como si te echases unas gotitas en el cuello igual que si fuese colonia. 



Las escaleras hacia su casa nunca les habían semejado tan largas. Dos lenguas que se debatían entre mandarle estocadas mortales una a la otra, sablazos y mandobles repletos de saliva jugosa y pasión húmeda, bailaban su danza macabra a medio camino entre las dos bocas. Las manos de Alex, curtidas por su trabajo como celador en un hospital de la ciudad, desabrocharon lentamente los botones de la camisa de su pareja, catándolos, perfilando su forma redondeada, sus discos concéntricos, hasta poder desgajarlos, arrancarlos de su unión con la camisa. Fue descendiendo lentamente la tela por sus hombros, acariciándolos, hasta ir escalera en escalera dejándolos desnudos. Los brazos de Soren se aferraron a su cuello como si en medio de un temporal, de una cuesta arriba que semejaba interminable, fuese lo único seguro, estable, firme. Sus labios se escapaban lubricados entre los de su pareja, el cual comenzaba a recurrir a los dientes para mantenerlos cerca de su propia boca. Esta vez, Soren no recurrió a preámbulos, y desabrochó los botones de la camisa de Alex con toda la rapidez que le era posible. Podían sentir la sangre ardiendo debajo de la piel, las faiscas eléctricas, las llamas, saltando mucho antes de que pudiesen llegar a su propia casa. Soren apoyó su espalda desnuda en la pared del descansillo, en tanto que un jadeante Alex intentaba encajar la llave en su cerradura. Si en el hospital habían tenido una sensación de algidez, de frialdad, de congoja, de angustia, mismo de estatidad, unos simples besos y un par de cervezas les habían vuelto tan manejables como el barro, como la tierra húmeda con la que pudiesen moldear figuras de pasión, que se les pudiese escapar de entre los dedos como lluvia. Mismo los movimientos de Soren, buscando en la superficie gélida de la pared un lugar para sofocar su calor semejaban tan plásticos como humo, flotando en suspensión en un aire permisivo, que dejaba que su estructura se modelase a voluntad. El sonido de la puerta abriéndose, les dio luz verde. Se desataron sus deseos. Su pasión se inflamó, todavía con más rapidez y ferocidad que la pólvora.

-Ten…cuidado. Ten cuidado.

Entre las bocanadas de aire de Soren se escapaba una retahíla que repetía cual rosario, en tanto que repasaba las vértebras de Alex.  Su miedo estaba infundado, no era para menos. Los huesos de porcelana de una persona con su enfermedad no siempre aguantan la voracidad del sexo. No es la primera ni la última vez que una persona con esa enfermedad se quiebra la pelvis antes de llevar a la m de hacer el amor. A veces, justo en el momento culminante. Ese era, quizás, el mayor temor de Soren. Tener que ir a urgencias en plena eyaculación. No obstante, Alex asentía fervientemente con la cabeza, aunque no le escuchase demasiado. Sabía que tenía que tener cuidado con el cuerpo de su novio, que era tan quebradizo que simplemente un golpe de cadera mal calibrado podría mandarle de nuevo al hospital. No, no sucederá, pensaba Alex en su éxtasis, riendo levemente en tanto que alternaba besos en los labios de su novio. Sabían dulces. Como si la saliva que segresase fuese una transparente miel líquida y fluida, como si solamente aquel néctar fuese capaz de saciar su sed. Soren no podía evitar estar asustado, pero aquella situación le era tanto menos excitante. Sentir la adrenalina correr por su cuerpo, hormiguear bajo sus dedos, partiendo el dos su espalda, produciéndole en el pecho una sensación de quemazón ardiente. Notar cómo aumenta la sudoración, cómo sus poros se abren para dejar escapar gotas saladas y frías que resbalan por su piel caliente. Sentir el corazón acelerarse, golpear contra sus costillas precarias, de un modo tan  desenfrenado que mismo semeja querer resquebrajarlas de un golpe seco, pam, y que rompiesen como rompe la madera astillada. No le queda ni siquiera espacio en los pulmones para respirar, no son capaces de distenderse lo suficiente como para poder contener todo el aire que le anega.  Entre pasos cortos marcha atrás se introduce en la habitación, mas no es capaz de verla con los ojos cerrados. Siente cómo desciende y cae como un peso muerto. Aunque no eleve los párpados, nota en sus yemas el suave tacto de la colcha, con sus protuberancias acolchadas en las que hincar la palma de la mano y notar cómo se hunde lentamente. Soren traga suavemente saliva en un momento de tregua. Necesitaba lubricarse, recuperarse, para el momento que habían estado esperando durante toda la semana. Evidentemente, con Lili en casa únicamente podían masturbarse uno al otro a escondidas, pero entonces, y solo entonces, tenían plena libertad para tumbarse en la cama y hacer el amor. Las manos de Alex acariciaron suavemente uno de sus costados, haciendo un ápice de presión para que se diese la vuelta. Se acostó encima de su espalda, con las rodillas semiflexionadas, e introdujo sus manos dentro de su pantalón. En el momento en el que notó aquellas uñas tan cerca de su vello púbico, Soren no encontraba gemido que pudiese resumir lo que sentía. Extendió una mano hacia atrás, oteando hasta sentir el cabello de Alex, y cerró el puño. Los mechones se tornaban tensos y se atraían hasta él, queriendo casi disgregarse del cuero cabelludo. Poco a poco, fue quitando el pantalón y el calzoncillo de Soren. Primero uno, después otro. Despacito, con cuidado, delicadamente, que sintiese los pliegues de la ropa en la piel de las piernas, que notase cómo se le iba erizando el vello con su paso. Irguió el tronco, y salió el verdadero Alex. Con un brusco movimiento de hombros se liberó de la camisa desabrochada, y le faltaban dedos para poder desabrocharse ágilmente la pitrina y bajarse de un golpe todo lo que cubriese de cintura para abajo. Se inclinó hacia delante. Soren pudo clarísimamente notar el miembro de Alex erecto como una estaca entre sus nalgas, abriendo sitio. Era como si quisiese atravesarle, brindarle un cintarazo, un tajo mortal. Los puños de Soren arañaron las sábanas; las manos de Alex arañaron la superficie lampiña y yerma del pecho de Soren. Posesivo abrazo. Estrangulamiento cálido. Y en ese momento, fue poco a poco penetrándole. No pudo reprimir más sus chillidos, de la garganta de Soren se escapaban los mismos gritos que del cuello de un cisne agónico.

Y de pronto, comienzan a coger ritmo. Como una danza que comienza con movimientos improvisados y coordinados, plásticos y etéreos, de una movilidad asombrosa, para ir poco a poco marcando un pulso fijo, adaptándose a la rigidez de una postura fija, y a la vez contoneándose libremente. Ver a una bailarina dar vueltas sobre la puntera de su dedo pulgar era un espectáculo tan, o todavía menos bello que verlos a ellos haciendo el amor. El dolor que arraigaba de la pelvis de Soren se convertía en un placer sin límites, en el momento en el que el miembro de Alex le rozaba el punto exacto de la locura. El mero estrechamiento del conducto donde debía introducir su carne le producía un inconmensurable y placentero roce. Se habrían quedado sin aire si no fuese porque sus pulmones les ordenaban seguir respirando. Y en ese momento fue cuando su interior se iluminó, se colmó de una potentísima tensión que se convirtió en alivio. Uno encima del otro, de la manera más dulce posible, sin ataduras, sin compromisos, sin preocupaciones, se abrazaron.

Nunca se hace el silencio absoluto entre dos amantes